Hombre y Mujer


Por Andy Comiskey (Extraído de Fortaleza en la Debilidad)

La historia de la creación contenida en Génesis 2 explica con más detalles el anhelo de relacionarse que Dios inculcó en Su creación humana todavía sin pecado. Aquí leemos cómo Dios declaró que era impropio que el hombre estuviera solo. El Creador determinó: “Le haré un ser semejante a él para que lo ayude” (versículo 18). Luego Él prosiguió a formar a Eva con la costilla de Adán. Los dos se conocieron, atraídos por la compatibilidad mutua y el anhelo de su unidad original.

Mientras Dios creaba a Adán y Eva como portadores de Su imagen, el conocerse autenticó ese llamado. En otras palabras, los dos descubrieron su humanidad inspirada en la unión mutua. Como Juan Pablo II escribió: “El hombre se convierte en la imagen de Dios no en los momentos de soledad sino más bien en los momentos de comunión”4.

No podemos dejar de lado ni minimizar ese llamado hecho a la pareja original a hacerse humanos en el rico intercambio entre ellos dos. Ray Anderson dijo que aunque Dios determinó su humanidad, “Adán no puede estar completo sin encontrarse a sí mismo en la otra persona que es ‘hueso de su hueso y carne de su carne’”5. Su humanidad dependía al mismo tiempo de su comunión con Dios y su comunión con la mujer.

Parte de la provisión de Dios para la humanidad de Adán y Eva se encuentra en su diferencia. Asimismo, somos igualmente llamados desde nuestra soledad por esta mezcla de similitudes y diferencias que marca el encuentro heterosexual. Como Anderson señaló: “La intimidad se intensifica con la complementariedad”6. ¿Cómo se puede aliviar la propia soledad, complementando la humanidad de él o ella, si esa persona no encuentra a miembros del sexo opuesto en su diferencia inspirada?

El sentido de la diferencia entre el hombre y la mujer es en verdad inspirado. ¿Su propósito? Para que las dos partes creen un todo, representando así a Dios en Su plenitud sobre la faz de la tierra.

Aunque Génesis 2 nos brinda pocas claves de la intrínseca diferencia entre el hombre y la mujer, se puede obtener una variación significativa de las formas diferentes de su creación. Dios formó al hombre “con polvo de la tierra” (versículo 7). Esto predispuso al hombre a una relación especial con la tierra; se inclinaría a identificarse con el trabajo de sus manos más que la mujer. Por otro lado, ella fue formada de la costilla del hombre (versículos 21-22). De este modo, Eva se inclinó a definirse a sí misma más en términos de sus relaciones. Podríamos decir que su mayor fortaleza se encuentra en su capacidad de entregarse a otras personas, mientras que la mayor fortaleza del hombre se encuentra en su trabajo.

Estas inclinaciones surgieron a partir de la creación y fueron libres desde normas de roles particulares. Ante el Señor, tanto el hombre como la mujer poseían una libertad de devoción espiritual y armonía relacional. Su postura era recta ante el Señor y cada uno estaba seguro en el amor del otro. Ambos ostentaban conjuntamente la imagen como contrapartes iguales y sin embargo diferentes en la intención integral de Dios para la humanidad.

En el paraíso, las luchas de poder, ahora comunes en las relaciones hombre-mujer, no existían. Allí Adán y Eva se complementaban mutuamente de una forma que revelaba lo mejor de cada uno. Yo creo que Adán, con su mayor fortaleza física, amaba con gran pasión a Eva, envolviendo su suavidad en su deseo de asegurarla en el amor. Y Eva, con su corazón más sensible, respondió a su fortaleza con intenso amor, un amor que despertó su corazón y llenó el vacío que tenía adentro.

Sus diferencias los unieron. En el paraíso descubrieron la integridad, no la lucha por el poder. Pablo hizo alusión a esta interdependencia cuando dijo: “En el Señor… no se puede hablar del varón sin la mujer ni de la mujer sin el varón, pues si Dios ha formado a la mujer del varón, éste a su vez nace de la mujer, y ambos vienen de Dios” (1ª Corintios 11:11-12).

Usado con permiso de Ediciones Ministerio Restauración

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